A Zapatero se le notaba incómodo en su sexto Debate sobre el estado de la Nación como presidente. Desde el momento en el que subió a la tribuna de oradores. Acostumbrado a echar mano del populismo barato (aunque carísimo para nuestros bolsillos) para intentar salir del trance, le malhumoraba que esta vez se le impidiera sacar algún majestuoso conejo, por supuesto que pagado por todos, de su eximia y otrora mágica chistera, ahora venida a menos. Y es que, afortunadamente, Obama, Merkel y Sarkozy le han hecho ver que, en efecto, la fiesta se ha terminado definitivamente: Nada de volver a disparar con pólvora del rey, se acabó tirar del déficit. Así pues, no tuvo más remedio que limitarse a enumerar unas medidas que en su momento se vio forzado a tomar, como tales enumeradas con muy escaso entusiasmo.
Sólo faltaba que se atreviera a replicarle el líder de la oposición, quien, en un incisivo discurso, dejó al descubierto sus flagrantes bandazos y contradicciones: El que no iba a tocar las pensiones ni el sueldo de los funcionarios, acaba llevando a cabo los mayores recortes de la democracia; quien no quería ni oír hablar de una reforma laboral, ahora nos canta sus virtudes. ZP contra ZP, que a su vez presenta como solución... a ZP. ¿Podemos confiar en alguien así para salir de la crisis? ¿En el que promete algo para luego hacer lo contrario? ¿En quien, y por mucho que presuma de 'progresista', sólo es bravo y enérgico con los más débiles, es decir, con quienes no tienen capacidad de sublevarse? ¿En el mismo que ha fulminado unilateralmente el Pacto de Toledo? Mientras la bancada socialista abroncaba, e incluso insultaba, a Rajoy, Zapatero se revolvía en su asiento.
Pero el presidente del PP continuaba, implacable. No resolveríamos el problema con una mera crisis de Gobierno, porque ¿de qué sirve cambiar la peana si conservamos el santo? Después, tras puntualizar que a él más bien le convendría que Zapatero siguiera desgastándose al frente del Ejecutivo, pero que había que mirar por el interés de los españoles, solemnizó una demanda, la que cabe esperar de un líder de la oposición en una coyuntura como la actual: Dado que usted no está capacitado para gobernar, disuelva las Cortes y convoque elecciones generales. Es, desde luego, el mejor y único servicio que le puede hacer a España a estas alturas. En efecto, ante la desconfianza que genera el todavía presidente del Gobierno, se nos debería conceder a los españoles la oportunidad de pronunciarnos en una situación política y económica tan delicada.
Era demasiado para el providencial hombre que rige nuestros destinos. Encima de que los papás le quitan el juguete, el rival que pretende ocupar su puesto le riñe y le insta a dejar de jugar. Sonado, descompuesto, tremendamente nervioso y crispado, se olvida de su tan proverbial como falsario talante y procede como un Pepiño Blanco cualquiera, al que incluso logra superar en insolencia. Además de dedicar la mayor parte de su intervención en descalificar personalmente a Rajoy, para lo que no tuvo más que tirar de manual aunque en un tono especialmente agrio, dio rienda suelta a ocurrencias dialécticas tan geniales como parafrasear al 'presidente' (sic) Kennedy, poner como ejemplo ¡a su denostado Bush! y erigirse en defensor insobornable de los 'trabajadores más humildes' pese a que sus políticas han generado cinco millones de parados. Finalmente, y tras identificar sus propios intereses con los de España, deja absolutamente claro que continuará en el machito 'cueste lo que cueste'.
Cabe preguntarse cuánto le costará tal obcecación, no al propio Zapatero, sino a España. Una de las respuestas la encontramos sin duda en su compromiso adquirido ante los portavoces del nacionalismo catalán: El mismo que tiene la desfachatez de envolverse en la bandera española se pasará por el arco del triunfo la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña. De esta forma, no le faltarán apoyos que le garanticen su permanencia en la Moncloa. Cueste lo que cueste.
Autor: Pedro Moya
Publicado el 16 de julio de 2010
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