Señor presidente: supongo que cuando se acostó la noche del 10 de marzo de 2004, ni en sus más optimistas previsiones hubiese esperado llegar a ser el presidente del gobierno de una nación con siglos de historia, todavía llamada España. Tras los terribles atentados del día 11, la lamentable actuación de su partido entre el 11 y el 13 (ataques a sedes del PP, injurias, calumnias, violación de la jornada de reflexión y toda una ofensiva política y mediática absolutamente desleal e intolerable) los resultados electorales del 14 le fueron favorables y consiguió lo impensable: convertirse en el cuarto presidente democrático de la historia reciente de España.
En aquellos días, ya no era usted ni Bambi ni el hombre del tan cacareado talante. Entre 2002 y 2004, con su oportunista utilización de asuntos como el del Prestige o la Guerra de Irak, demostró sobradamente que no es usted un tierno y simpático cervatillo. Pero antes de juzgar hay que dejar obrar. Usted ya lleva seis largos años obrando, tiempo suficiente para que, ejerciendo uno de los cada vez más escasos derechos democráticos que nos quedan, pueda emitir mi opinión sobre su gestión presidencial.
No me gusta lo que ha hecho ni lo que está haciendo, señor presidente. No me gusta como ha gobernado y gobierna. Y además de no gustarme, lamento tener que decirle que nunca podré perdonarle ciertas cosas.
Nunca podré perdonarle su responsabilidad en la crisis económica. Nunca podré perdonarle que nos engañase durante meses negando la existencia de la misma en lugar de trabajar para tomar medidas para atajarla.
Nunca podré perdonarle sus amistades poco recomendables como Hugo o Evo y los gestos de desprecio hacia nuestros aliados naturales. Nunca podré perdonarle su complacencia con Mohamed, llegando al extremo de fotografiarse bajo un mapa en el que Ceuta y Melilla formaban parte del territorio de Marruecos. Nunca podré perdonarle que se haya olvidado de Gibraltar.
Nunca podré perdonarle que sus ministros de Defensa se declaren pacifistas. La misión del ejército es defender nuestra soberanía e independencia. Si los malos saben que la vocación de nuestros ministros es hacer el amor y no la guerra, tenemos todas las papeletas para que nos tomen por el pito del sereno.
Nunca podré perdonarle sus contactos con ETA y el olvido y desprecio hacia las víctimas del terrorismo. Nunca podré perdonarle que se alíe con gentes que se reúnen con terroristas para que maten en Madrid o Andalucía pero no en Cataluña.
Nunca podré perdonarle sus compadreos con los nacionalistas radicales encaminados a descoyuntar la unidad nacional. Nunca podré perdonarle que sea usted prisionero del PSC y se pliegue a todos sus deseos. Nunca podré perdonarle que las sentencias judiciales simplemente se dejen de lado si no convienen a sus intereses.
Nunca podré perdonarle sus ataques a la base y raíz de nuestra cultura: el aniquilamiento de la familia como embrión de la sociedad; su promoción del aborto y la eutanasia, negando el más elemental de los derechos de cualquier ser humano; su acoso sistemático a la religión católica, que está consiguiendo dividir a la sociedad por motivos religiosos; su absoluto desprecio por la educación y la sanidad, los dos pilares básicos de cualquier sociedad avanzada.
Nunca podré perdonarle su ataque inmisericorde al varón por su condición de tal, negándole cada vez más derechos y discriminándolo de forma continua y sistemática con su absurda (hasta en el nombre) ley contra la violencia de género, cuyos tristes resultados están bien a la vista.
Nunca podré perdonarle su revanchismo guerracivilista, señor presidente. Por muchos miembros de su partido que acudan a homenajes a Companys o Carrillo, la historia no se puede cambiar por más leyes que usted se invente.
Nunca podré perdonarle su deambular sin rumbo, su falta de ideas, su sí pero no, su ni conmigo ni sin mí, su desprecio por los valores propios de nuestra sociedad.
Oyéndole hablar en el debate sobre el estado de la ¿nación? sentí pena y una profunda tristeza, señor presidente. Sentí pena por la evidencia de que no está usted a la altura de la situación. Sentí pena cuando se declaró pro catalán como si Cataluña fuese algo ajeno a España. Sentí pena por sus patéticos llamamientos a la unidad intentado buscar solidaridad en su camino hacia el desastre. Sentí pena por los desmesurados aplausos que le dedicaron los miembros de su grupo parlamentario. Y sentí una profunda tristeza por mi país y sus gentes. Sentí una profunda tristeza porque mi país no podrá resistir dos años más con usted como presidente. Sentí una profunda tristeza porque usted, que ni de lejos es tan importante, sea capaz de tirar por la borda siglos de historia y aquí no ha pasado nada. Sentí una profunda tristeza porque algo se tiene que haber hecho rematadamente mal en mi país para que usted pueda estar ocho años (como mínimo) presidiéndolo con ese desparpajo. Sentí una profunda tristeza porque cuando usted se vaya y se dedique a dar conferencias, habrá dejado a mi país irreconocible: en el mapa, en sus tradiciones, en sus valores... y a mi país que le den. Sentí una profunda tristeza porque me duele mi país. Nunca podré perdonarle, señor presidente.
Termino esta carta abierta diciéndole que recientemente he leído en un periódico digital (tan complaciente con su gestión que hasta a usted debería resultarle nauseabundo) que usted pasará a la historia y se le recordará durante siglos. Atinado pronóstico. Tan difícil como perdonarle va a ser olvidarle, señor presidente.
Autor: Rafael Guerra
Publicado el 19 de julio de 2010
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