Mucho, lo de bien o mal es otra historia, se ha hablado estos días de la tradicional fiesta del Toro de la Vega, que se celebra en Tordesillas desde el mil quinientos, según dicen las crónicas, aun cuando el patronato que lleva su nombre, remonta a la época de celtiberia la costumbre de alancear toros.
Que digo yo que sería para comer, en ausencia de CO2 atmosférico, ecologetas, antitaurinos y otros soplagaitas, en que han devenido los antiguos miembros de la casta de los brujos de la tribu, que no se han colocado de psicoanalistas.
De ello nos habla lo justo y bien, como siempre, el estimable y estimado colega, Don Manuel Morales do Val, proponiendo la protección de los toreros neandertales, como vestigio vivo y coleando del homo prehistórico y cavernario.
Por mi parte, y perdónenme los amantes de rememorar ritos ancestrales, que se corresponden en su mantenimiento y desarrollo a estadios evolutivos de aquella índole, lo del Toro de la Vega me recuerda demasiado a las ansias de los indigenistas andinos, bolivarianos y de las jons, por restaurar los sacrificios humanos.
De momento se conforman con expropiar empresas al hombre blanco. Luego, cuando ya no queden empresas que expropiar, ofrecerán en sacrificio sangriento a sus directivos, a la mayor gloria de la Pachamama, por mucho que Brufau haya hecho a Chávez emperador de Lavapiés, aunque sin chotis.
No obstante, no será con medidas represoras, que el neandertal no entiende o no le alcanzan, como acabarán por desaparecer estas y otras prácticas cavernícolas y que casan mal con el adosado, parcela de geranios domesticados y aire acondicionado, que nos contemplan.
Y es aquí donde los enemigos de la fiesta tienen que dar la talla. ¿Cómo? Pues introduciendo otras fiestas, ritos o celebraciones, más acordes con nuestra realidad actual de cazadores capados.
A modo de ejemplo, este humilde escribidor propone la celebración del “Rito dialéctico con la cajera de supermercado novata, o de cómo poner a parir a la cajera novel, sin que te cueste un disgusto a modo de desfalco de la tarjeta de crédito”, mucho más acorde con nuestros modos actuales de procura de la alimentación de la prole chaletaria.
Ni que decir tiene, que no será en absoluto necesario acabar la cosa alanceando a la mentada, por cuanto el rito podría consistir, principalmente, en inventar y lanzar maldiciones contra la bicha, en justa y leal competición, que serán valoradas por el jurado establecido a tal efecto.
Como variante chic, se podría sustituir la cajera fetén del carrefú por una concursante del Gran Hermano, cuanto más pendón mejor, y así anticiparles un buen dolor de cabeza a los estudiosos del futuro, cuando les de por pretender averiguar la verdadera naturaleza del evento.
Ya se que la cosa ofrece ciertas dificultades, pero algo habrá que hacer por el progreso de la especie. Por cuanto será en esa hora en que las nazifeministas pondrán el grito en el cielo, por celebrar el rito con la cajera tonta, lo de tonta lo dirán ellas, como protagonista y pretenderán introducir, a la sazón, la figura del cajero despistado, figura prácticamente inexistente en nuestros supermercados, como es sabido de todos. Y tampoco es cuestión de desvirtuar la fiesta.
También podría intentarse la celebración del rito de “recolocación de los yogures caducados en las estanterías del mercadona”, sana costumbre de amas y amos de casa, preocupadas y preocupados por la integridad de la flora bacteriana de la descendencia.
Aunque me temo, amables lectores, que nuestro cerebro alborotador no está para ñoñerías de semejante tenor.
Autor: Carlos J. Muñoz
Publicado el 22 de septiembre de 2009
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