jueves, 18 de octubre de 2018

La virtud de la prudencia


"Las cualidades más útiles para nosotros son, en primer lugar, la razón en grado superior y en el entendimiento, que nos capacitan para discernir las consecuencias remotas de todos nuestros actos y prever el provecho o perjuicio que con probabilidad pueda resultar de ellos; y, en segundo lugar, el dominio de sí mismo, que permite abstenernos del placer del momento o soportar el dolor de hoy, a fin de obtener un mayor placer o evitar un dolor más grande en lo futuro. 

En la unión de esas dos cualidades consiste la virtud de la prudencia, de todas las virtudes la más útil al individuo".


Esta es una de las enseñanzas que nos dejó Adam Smith en su ensayo 'La teoría de los sentimientos morales', su primera obra. Sí, sí, el mismísimo Adam Smith. Pocos saben que el escocés, aunque haya pasado a la historia como 'el padre' del liberalismo económico, era, más que un economista, un filósofo; no en vano fue catedrático de Filosofía Moral en la Universidad de Glasgow. Y que, por tanto, muy lejos de sus ridículas caricaturizaciones como adalid del egoísmo y la insolidaridad, disertaba sobre la dimensión moral del individuo, en cuya preocupación por el prójimo encontraba la raíz de aquellos principios morales y preceptos legales que propician la convivencia en sociedad. Y es que la filosofía de Adam Smith asigna precisamente a la moral un importante papel de contención de nuestra conducta, de la misma forma que un mercado libre nos insta a acotar nuestras pretensiones con el fin de satisfacer las de los demás: Con la moral, el individuo persigue vivir en paz y libertad; con el mercado, aspira a prosperar.

Como tantos filósofos a lo largo de la historia (Aristóteles, Santo Tomás de Aquino, Gracián, Kant, Hume...), Adam Smith resaltaba la conveniencia de proceder siempre con prudencia, a la que consideraba incluso la virtud más útil al individuo. Cualidad especialmente valiosa en quienes han de conducirse por la vida pública, puesto que su objetivo primordial debería ser la de servir a la sociedad. En este sentido, en la España contemporánea podemos hallar un inmejorable ejemplo de prudencia: El del recientemente fallecido Sabino Fernández Campo. En su impecable tarea como jefe de la Casa del Rey, se ha destacado sobre todo su trascendental cometido durante la transición democrática, y más concretamente su determinante influencia en el feliz fracaso del intento de golpe de Estado del 23-F. Pero su más importante legado fue contribuir de manera decisiva a que la Monarquía fuera la institución más querida por los españoles. Y todo gracias a una labor tan eficiente como callada, con la discreción y el saber estar como divisas.

Si bien Sabino Fernández Campo, desde su profundo amor a España, sólo aspiraba a servir de la mejor manera posible a la Monarquía, hay a quien, dentro de la vida pública española, le mueve única y exclusivamente una desmedida ambición. Afán que, en lugar de constituir un fin moral, se convierte en mera pretensión de alcanzar el máximo poder a costa de lo que sea. De ahí que no sea capaz de discernir las nefastas derivaciones de sus irrefrenables actos, ni de prever el perjuicio que, tanto para él como para los demás, puede resultar de ellos. Cuando, cegado por la apetencia de poder, se pierde el dominio de sí mismo y se deja de ejercer la virtud de la prudencia, se corre un riesgo cierto de, además de no llegar a conseguir el gran propósito marcado, causar daños de imprevistas consecuencias. Y que pueden repercutir con más virulencia en uno mismo y su entorno más inmediato. 

Autor: Pedro Moya
Publicado el 28 de octubre de 2009


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