Montmartre tiene sitios deliciosos. Otros, exigentes, algunos, pintorescos y picarescos, cada vez más, decepcionantes, y caros. Y otros muchos, prescindibles. Y otros, pocos, muy pocos, de obligada visita, para los no atemorizados por la inmensa desvergüenza del Estado: pasado, presente y futuro.
Cuando el siete de abril de este año nos plantábamos mis mujeres y yo ante la primera sepultura de Emile Zola, en el cementerio de Montmartre, no podía imaginar que, un par de meses después, la pura Razón de Estado, nido y antesala de los crímenes más horrendos, volvería a mostrar en todo su esplendor su cara más reconocible: la de la indiferencia. Indiferencia tramitada en el clásico expediente de guardar silencio. Silencio culpable y mil veces culpable.
Muy a vuelapluma y con el único apoyo en la memoria, no tuve por menos que hacernos pasar por el doloroso, liberador y obligado trance de explicar a mis hijas el caso Dreyfus. Y en medio, en el fondo y en la superficie de toda exposición y explicación latía el más primitivo de los instintos: el de conservación. Y su más fiel aliado: el miedo. El mismo que guarda la viña y que más de las veces te invita al suicidio.
Ahora, Pedro J. Ramírez ha lanzado su “yo acuso”. De ello hace unas cuantas horas. Los aludidos y valedores andan escondidos. Supongo que arreciando en la apretura de las gónadas de quienes algo les prometieron, porque algo o mucho tenían que callar. Y luego, repartir. Como siempre.
El miedo hizo posible la Transición y en el miedo tendrá su tumba.
Autor: Carlos J. Muñoz
Publicado el 3 de junio de 2009
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