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VII Conde de Toreno |
Ante la asombrosa situación a la que nos están conduciendo los políticos, es totalmente imposible no dirigir la vista atrás y ver que, sin grandes diferencias, la historia se repite una y otra vez. Los pueblos, sobre todo el español —indefenso en su bondad y espíritu gregario—, vuelven a ser juguetes de esos desaprensivos que persiguen el beneficio personal, paradójicamente considerado de carácter insignificante en relación al enorme mal que producen. Me refiero especialmente a los políticos que no vacilan en inculcar en sus coetáneos el odio al semejante, una maniobra que nada tiene de nueva, pues en tiempos pasados, tanto próximos como remotos, otros como ellos tampoco dudaron en llevarla a cabo.
¡Qué espectáculo nos ofrece el Congreso de los Diputados! Una lujosa y cómoda sala, normalmente ocupada durante las sesiones por un insignificante número de personas, aburridas unas o durmiendo las otras —en el mejor de los casos soñolientas—, que oyen a un colega cuya misión principal, cualquiera que sea el partido en nombre del que habla, tiene como finalidad descuartizar al rival político y para nada el bienestar de la Nación. En realidad, allí el único que escucha es el orador, que lo hace a sí mismo.
Un conjunto de señores que por asistir a alguna que otra sesión, impuesta con frecuencia por la necesidad de votar, cobran unos sueldos que resultan astronómicos en relación con el que percibe el español medio por su trabajo y que, a juicio de esos mismos políticos, encima es “una remuneración desorbitada que el Estado no puede sostener”. Pero sus pagas, sus gajes añadidos al cargo y tanta y tanta otra cosa más, ¡esos sí que son necesarios! Aunque, en el mejor de los casos, sea a cambio de NADA.
¡Y si sólo fuera a cambio de NADA! Dos mil años de civilización, de esfuerzos, de colaboración, se van destruyendo en el Congreso mediante el trapicheo. Si un diputado, en una de las sesiones, dirigiera a la Cámara las siguientes palabras: “Nosotros estamos aquí reunidos para decidir la suerte de España y debemos tener presente que los pueblos, en semejantes crisis, no se salvan nunca con transacciones, sino con energía y entereza. Ese es el modo de defender las libertades públicas de la Nación”, ¿se considerarían oportunas? Desde luego que sí. Pero no nuevas: las pronunció por primera vez el Conde de Toreno, en 1820 y ante la Cámara de los Diputados. Y lo hizo cuando el peligro que corría España era muy inferior al que está abocada actualmente.
Texto: Rogelio Latorre Silva
Publicado el 23 de noviembre de 2009
PD: Este escrito fue redactado el día 2 de diciembre de 2005. Al releerlo en su día, antes de mandarlo a Batiburrillo, me pareció que era demasiado alarmista y desistí. Los hechos han mostrado que fui un optimista, muy optimista (realmente, siempre lo he sido y sigo siéndolo). Por ello, lo envío por si Batiburrillo cree oportuna su publicación. Y lo hago sin tocar una sola palabra del original.
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