Siempre que pasa igual, sucede lo mismo. En cuanto alguien se atreve apenas a sugerir la conveniencia de plantear un endurecimiento de las penas por los delitos más graves, surgen por doquier las respuestas de rigor por parte de los inevitables e incansables guardianes de las esencias de la corrección política, que, en su exceso de celo, llegan a constituirse en auténtica Policía del pensamiento: 'Es demagógico', 'es oportunista', 'es irresponsable', 'es rencoroso', 'apela al odio y las vísceras', etc. Y suelen terminar con su consabido y trillado corolario: 'No es el momento'. Ni siquiera ahora, cuando, que sepamos, no debemos lamentar ningún asesinato recientemente acontecido que, por su especial crueldad, nos haya sobrecogido. ¿Pues cuándo es el momento, señores de la progresía, apóstoles del buenismo? ¿Hemos de esperar a que ustedes den el correspondiente permiso para que quien lo desee exprese con total libertad, y sin que tenga por ello que soportar toda una retahíla de descalificaciones, sus opiniones y propuestas al respecto, por mucho que se alejen de determinada ortodoxia?
El relativismo moral que, por desgracia, impera en estos tiempos, tiene como una de sus más acabadas expresiones el siguiente principio que la izquierda reputa como absoluto: El delincuente es una víctima de la sociedad. Así, puesto que en el fondo no es responsable de sus actos, no es merecedor de un castigo en el sentido estricto, sino que ha de someterse a una especie de reeducación que le conduzca a la retractación y a la reinserción. Pese a las terribles fallas de una teoría generalizadora que acaba propiciando la impunidad y hasta la reincidencia, ya que la experiencia demuestra que hay casos que no son susceptibles ni de rehabilitación ni de arrepentimiento, la progresía no está dispuesta a bajarse del burro: Creen que si se pone en discusión este precepto, empezará a correr peligro todo un modelo de sociedad, el suyo, basado en la difuminación de la responsabilidad del individuo.
No sólo el hombre no es bueno por naturaleza, sino que además hay quienes cometen actos criminales llevados únicamente por su maldad congénita. Es la pura verdad, aunque denunciarla no entre en los cánones de lo políticamente correcto. Así pues, que el PP haya decidido proponer al Congreso de los Diputados tanto la cadena perpetua, que si es revisable no contradice en absoluto a la Constitución, como la reforma de la fatal y nefasta Ley del Menor, heredera directa del rousseaniano 'mito del buen salvaje' (aunque en este caso los dos grandes partidos tienen su cuota de responsabilidad), es digno de aplauso. Aunque sendas iniciativas tengan escasas posibilidades de prosperar, el mero hecho de que se debatan en plena sede de la soberanía nacional es ya un avance. Ahora parece ser el momento.
Autor: Pedro Moya
Publicado el 30 de enero de 2010
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