Quién más y quién menos conoce a alguien, cuya única misión en la vida parece que sea “mantener” las distancias. En mi pueblo a esos personajes los llamamos “nacidos de la pata del Cid”. Su característica principal es pensar, a estas alturas, que el único mérito, digno de ser exhibido, sea la buena cuna y mejor cama. Y ahora parece que todos mandan en el PP, como en tiempos de AP, el de Fraga y Gallardón.
Confiados en el valor de la herencia -garantizada por el poder establecido, por supuesto- como único medio legítimo de adquisición de la propiedad sobre las cosas, desprecian con toda su alma el valor de la lucha por abrirse camino en la vida, a base de talento y esfuerzo y el ascenso en la escala social con fundamento en el trabajo diario. Son puro antiguo régimen: estamental y perezoso. Y su ámbito natural, el funcionariado, sea al servicio del poder que sea, por muy inmoral que éste se aparezca y los consejos de administración de las “empresas amigas”.
En el ámbito de lo político, su sitio estaba en la Alianza Popular de Manuel Fraga. Y cuando fueron conscientes de que su número jamás le permitiría disfrutar de todo el poder político, por mucha “mayoría natural” que invocaran, accedieron a ser de por vida “El Ministerio de la Oposición”, donde algo caería si se portaban bien y no molestaban demasiado a los chicos de la chaqueta de pana. Al fin y al cabo, antes o después todos serían sus empleados en lo que importaba: ganar dinero, como fuera.
Su órgano de información y expresión era un ABC acojonado y preocupadísimo, ante lo que se iba sabiendo de las actividades terroristas de la cúpula del Ministerio del Interior del nefasto gobierno socialista del ochenta y dos. No por lo que suponía de canallada contra la legalidad vigente, si no por las graves consecuencias que podía acarrearle a la “tranquilidad” de su Estado, sacrosanto, aunque terrorista y pendenciero.
Su caprichoso director, Ansón, no dudó, llegado el momento, en traicionar a lo que por aquella época se denominaba “sindicato del crimen”, con el invento y publicación de ciertas supuestas conspiraciones, encaminadas a desbancar, como fuera, a los legítimos gobernantes.
Y en estas llegó Aznar. Con Cascos, Rato, Acebes, Zaplana, Aguirre, las alcaldesas, etc.. Buena parte de la clase media, la que se levanta a las siete de la mañana, porque no tiene negocios que le permitan levantarse a las once, como si tal cosa, se percató de que esa derecha tenía buena pinta: por lo menos no venía exigiendo derecho de pernada.
Y sucedió, como no podía ser de otra forma, que los desengañados de los paraísos artificiales de la izquierda, con su paisaje de miseria moral y cien millones de muertos, se vieron atraídos por ese personaje sin carisma y con dificultades de expresión, pero que, por lo menos, parecía que podía tenérselas tiesas con la carcundia de todos los partidos. Y fundamental y principalmente con el último y más grave cáncer de la sociedad española: la progresía egoísta e insolidaria y que no dudó en mirar para otro lado, cuando desde el gobierno socialista y aledaños se perpetraban crímenes horrendos, mandando, de paso, a la desesperación a un buen número de conciudadanos.
Parecía que, por fin, íbamos a pasar de las siestas de Fraga en el Palacio de la Moncloa, a lo que caracteriza una democracia que se precie: la confrontación política a cara de perro en defensa del interés general. Del sofá al “Váyase Señor González”.
Y en esa situación, a los liberales de toda clase y condición no les/nos importó servir de ariete en la lucha ideológica y política, frente a los que tan bien conocíamos, por haber sido durante más o menos tiempo compañeros de viaje.
Los de “la pata del Cid”, sin dejar de mantener las distancias y convencidos de que de todas formas los novatos en la derecha no dejábamos de ser unos advenedizos, se dejaban querer por la situación. Al fin y al cabo, ellos a lo suyo: a chupar del trabajo y dedicación de otros, que parecía que no les importaba que les partieran la cara.
Pero todo tiene un límite. Y en nuestra historia, un límite trágico: el 11 de marzo de 2004. Sin perjuicio de otras consideraciones, lo que ahora me importa es la reacción de la derecha “pata del Cid”, ante lo que podría avecinarse si se acometía una investigación a la altura del crimen: que se investigue lo que haga falta, eso sí, no más allá de los límites de los aparatos del Estado que pudieran tener algo que ver en la tragedia, de una u otra forma. Carcundia criminal, estatista y acomodaticia en su máxima expresión.
Y en esas estábamos, cuando de nuevo apareció el ABC, como punta de lanza de la traición a la base social de la nueva derecha política que se había conformado, no al amparo del tan cacareado giro al centro, sino al amparo de unas ideas sencillas en su complejidad: el individuo y las instituciones intemporales en las que se desenvuelve es lo que importa y la Ley si pretende merecerse ese nombre, servirá al interés general.
Como decía, el ABC, con nuevo director y nuevo dueño, pero con idénticas costumbres, se dedicó, aunque con más talento que Ansón, a lo que parecía de máxima prioridad: hay que cargarse a Jiménez Losantos y a toda la patulea de liberales asilvestrados, hijos de zapateros remendones y maestras de escuela que tiene detrás, porque está visto que ya no nos sirve. Al fin y al cabo, volvemos a estar en el machito, de la mano de estos falangistas segundones, disfrazados de rojos.
Como no podía ser de otra forma, apareció en escena el niño mimado de los de la “pata del Cid”: Alberto Ruiz Gallardón, Alcalde de Madrid, por la gracia de Dios y ahijado político de quién, Fraga, por caberle el Estado en la cabeza, no le cabe otra cosa y sucedió lo que tenía que suceder.
De modo que en esas estamos, en una deriva nacional sin precedentes y el partido que obtuvo más de diez millones de votos en las últimas elecciones, renunciando al apoyo de los únicos que se muestran prestos a librar la batalla en todos los frentes que haga falta.
Lo cual, por otra parte, me parece magnífico: quien quiera peces que se moje su estupendísimo, respetabilísimo y agujereadísimo culo.
Autor: Carlos J. Muñoz
Publicado el 5 de enero de 2009
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