Si la cuestión se resolviera en el terreno de lo puramente democrático, no habría color: el Crucifijo luciría en todo su esplendor, por los siglos de los siglos, amén, en cualquier espacio público imaginable. Se admiten apuestas. De modo que menos lobos cuando se pretende plantear la cuestión en esos términos.
Del mismo modo que un gobierno, pretendidamente o pretenciosamente de progreso, o de los otros, no se atrevería a plantear una reforma constitucional, en el sentido de establecer o no la pena de muerte para los delitos más execrables, tampoco se atrevería ni se atreverá a plantear la cuestión de Crucifijos no o Crucifijos sí en espacios de uso del común.
Y lo cierto es que ni falta que le hace. La Constitución, de la que ahora celebramos o sufrimos, según el caso, su treinta cumpleaños, establece en términos, que no dejan lugar a la duda, la aconfesionalidad del Estado y la abolición de la pena de muerte en tiempos de paz, entendida como ausencia de guerra frente a un enemigo externo. Plantear una reforma constitucional, que afecte a esos dos capítulos fundamentales de nuestra Norma Fundamental, provocaría tal terremoto en la sociedad, que no tengo por menos que despreciar el mensaje de “hágase justicia, aunque se hunda el mundo”.
Es por ello que, y sin perjuicio de lo dicho en último lugar, pretender por quien se pretende, a propósito de lo que escribo, que la disposición que establece la aconfesionalidad del Estado Español es una proposición ambigua o de aplicación retardada, denota una actitud más propia del avestruz que de una jerarquía heredera de la sabiduría bimilenaria, que se presume de la Iglesia Católica. Y de sus bases.
Y no es una cuestión subjetiva o de defensa del derecho individual a la libertad religiosa, que no tiene nada que ver con que el Estado sea o no aconfesional. El Estado en cuestión puede ser aconfesional y no permitir manifestación religiosa alguna, ni pública ni privada. Por el contrario, puede ser un Estado confesional y permitir otras manifestaciones religiosas, al menos, en el ámbito privado. Es una cuestión de reglas de juego, tan sagradas para el César como puedan serlo para Dios o sus vicarios en la Tierra.
Autor: Carlos J. Muñoz
Publicado el 7 de diciembre de 2008
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