Supongamos que Mariano Rajoy gana las próximas elecciones generales. Supongamos, igualmente, que al cabo de unos pocos meses decide crear una fuerza paramilitar (o politizar sobremanera a la Guardia Civil) con la que va acosando de tal forma a la oposición —izquierdistas y nacionalistas—, a la que no se duda en tirotear cada vez que se manifiesta ante cualquier arbitrariedad de los populares, que como consecuencia de ello y a fin de expresar la más firme protesta —toda vez que no existen garantías democráticas ni para la campaña electoral ni para el recuento de votos— dicha oposición decide no presentarse a las elecciones de 2012, en las cuales, como es lógico, Rajoy gana de calle al producirse el 70 % de abstención.
Puestos a suponer, supongamos que sobre el 2013, aprovechando que en el Parlamento español carece de oposición, Mariano Rajoy decide cambiar la Constitución e incluir, entre otras singularidades de su agrado, la opción de ser reelegido por mandato indefinido, es decir, la alta probabilidad de convertirse en un dictador vitalicio con plenos poderes, como sería el de disponer a su antojo de toda la riqueza nacional: tanto la pública como la de las grandes empresas privadas, que serían nacionalizadas a no tardar.
Imaginemos, además, que el gobierno de Mariano Rajoy decide no renovarle la licencia a la Cuatro, a la Sexta y a Tele5, entre otras, así como a varias cadenas de radio consideradas no “neutrales” con el nuevo Régimen, que deben cesar su actividad en un plazo de seis meses. A la arbitraria decisión sobre los medios informativos privados, respaldada por un Tribunal Supremo que a priori ha sido renovado por gentuza adicta a su partido, Rajoy decide sumarle también la supresión de cualquier medio televisivo o radiofónico de carácter autonómico y no sometido a sus dictados.
Puestos a imaginar, imaginemos que Mariano Rajoy declara solemnemente una y otra vez, ahuecando la voz como un ZP cualquiera, que se dispone a llevar a cabo la revolución napoleónica (me vale cualquier otro personaje histórico de ideología absolutista que disponga de cierta buena prensa o posea su cupo de admiradores), ya que da por hecho que Napoleón Bonaparte fue el padre de la Europa más admirable y mejor organizada (a punta de bayoneta), por lo que ciertas ideologías contrarias, como son el socialismo, el comunismo y el ecologismo, así como cualquier corriente marxista en general —se declare o no nacionalista, se diga o no defensora a ultranza de la naturaleza y en lucha contra los efectos perniciosos del cambio climático—, pasarán a quedar poco menos que proscritas.
Imaginemos también —los días de verano son largos y el tiempo da para todo— que Mariano Rajoy destina más de la mitad del principal ingreso de nuestra industria, en este caso la turística, a la compra de armas norteamericanas y a equipar con ellas no sólo a un ejército reforzado hasta los dos millones de hombres (inicialmente), dotándolo con cuanto material moderno pueda conseguir en este o aquel mercado, sino a facilitárselas a ciertas guerrillas financiadas por el ya declarado Gobierno revolucionario español. Guerrillas que se localizarán en Portugal (a la que se le disputa el Algarbe), Francia (a la que se le exige el Rosellón), Marruecos (donde se reivindica el Rif) y el sur de Italia (porque le da la gana), pero que en realidad son naciones por las que deberá expandirse la gloriosa Revolución napoleónica (o de cualquier otro tipo, a convenir) que acabará por ocupar toda Europa, y a cuyos componentes revolucionarios se les vestirá de azul cobalto.
¿Qué pensaría la gente si Mariano Rajoy se comportase así? Como poco que es un dictador y un peligro público para sus conciudadanos y para los países vecinos. Pues bien, cámbiese el nombre de Mariano Rajoy por el de Hugo Chávez, la revolución napoleónica (o la que sea) por la bolivariana, la Guardia Civil (muy politizada) por la Guardia Nacional (más politizada todavía), la industria turística por la petrolífera, las armas yanquis por las rusas o las de aquí y allá, las guerrillas de los países vecinos de España por otras en Sudamérica, muy especialmente en Colombia, Chiapas en México y la Guyana (nación vecina a la que Chávez le exige una parcelita de 160.000 kilómetros cuadrados, que es casi el doble que Portugal), y el azul cobalto de los uniformes por el rojo bermellón… y de ese modo tendremos, para comprensión de algunos indocumentados (¿?) que no dudan en salir en defensa de los tiranos, un panorama bien definido de lo que está sucediendo en la ubérrima Venezuela, nación de triste designio que ha tenido la desgracia de caer en manos de un miserable tirano marxistoide tras haber soportado a unos cuantos depredadores de toda especie, entre los que habría que destacar al corrupto socialista —admítase lo análogo— de Carlos Andrés Pérez.
Para cualquier demócrata pasablemente informado no existe ninguna duda de que Hugo Chávez es —valórese el panegírico inverso— uno de esos fulanos que la Historia obsequia con cierta regularidad para que sirvan de contraste al mundo libre. Las democracias europeas, y algunas norteamericanas y asiáticas, tienden a consolidarse y a ampliar la oferta de bienestar a sus ciudadanos. Sin embargo, gentuza como Chávez y otros de su misma calaña, como el ya momificado Castro y los populistas que proliferan en Sudamérica a la sombra de la incesantemente malversada riqueza petrolífera venezolana —sponsor que patrocina tales “eventos”—, ejemplifican al tipo de gobernante que sólo puede cautivar a dos clases de personas: Los interesados en el espíritu “robolucionario”, que los alimenta con un cargo bien remunerado pero a una gran distancia de lo mucho que roba el amo —tanto Castro como Chávez se integran en la nómina de las personas más ricas del planeta—, y los pobres diablos cuya ingenuidad les hace creer de buena fe que gente así, liberticidas y cleptócratas con rabia, sólo aspiran al reparto de la riqueza entre el pueblo.
Autor: Policronio
Publicado el 22 de agosto de 2007
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