Hace unos días, en el artículo Ortega y el nacionalismo apunté la teoría (perdón por la autocita) de que los nacionalismos tienen los días contados. ¿Razón? Muy simple: Los nacionalismos llevan ya algún tiempo gobernando en sus territorios, algo que no llegó a suceder en la época del gran filósofo, y ese gobierno juega en contra de ellos y a favor de abrirles los ojos -tal vez muy despacito- a los votantes que inicialmente vieron en el nacionalismo una opción romántica que merecía su oportunidad. Cuanto más, si ese romanticismo fue mitificado por la historiografía al uso, hasta consagrarlo como la alternativa ideal a un régimen franquista que duró 40 años y quiso torpemente homogeneizar la pluralidad.
Quizá haga falta una largo conteo para llegar al final de los nacionalismos. Incluso es posible que muchos de los que participamos en estas bitácoras liberales no lleguemos a contemplar su caída, pero ese final está garantizado por algo que se llama desengaño, a partir del cual el pueblo desarrolla su tendencia natural hacia la libertad y la justicia para todos, que es algo que el nacionalismo, básicamente sectario, nunca ofrecerá al conjunto de los ciudadanos que gobierne, sino sólo a unos privilegiados en los que sustentará su poder. El resto, sea la mitad de la población como sucede en el País Vasco, sea una parte indefinida (aparentemente menor) como ocurre en Cataluña, será convertido inexorablemente en enemigo, porque el nacionalismo es una ideología que precisa de culpables externos a su dogma sobre los que hará recaer sus propias fechorías.
Algunos españoles empiezan ya a conocer bastante bien lo que representa esa ideología totalitaria a la hora de administrar el interés común. Muchos ciudadanos, cada vez más, intuyen el desastre en el que pueden concluir la libertad y la prosperidad del territorio que aman. De hecho, cuanto mayor es el dominio del nacionalismo en una comunidad autónoma, como por ejemplo en Cataluña, donde a la versión burguesa de CiU le ha sustituido el social-separatismo de izquierdas y luego la vuelta a CiU, mayores son las posibilidades de que ese régimen asfixiante, sin oposición alguna, acabe siendo derribado para siempre. Maragall, Carod, Mas, Junqueras y toda la caterva de políticos totalitarios que los secundan, entre los que sin mucho esfuerzo podría incluirse a más de uno del PSC, están propiciando día a día, con sus actuaciones miserables, que el nacionalismo acabe tan desprestigiado como el franquismo o como la más dañina de las dictaduras, que en realidad es lo que son: Un régimen totalitario a la peor usanza y al que incluso, ahora en 2015, Felipe González los acaba de comparar con el nazismo.
Bye, Bye, Spain, una de esas bitácoras de obligada lectura para quienes detestamos a los nacionalismos, en su artículo “Las iniciativas no nacionalistas empiezan a coordinarse” resume a la perfección y abunda, mediante otros artículos bien argumentados, cuál es la tendencia que a la larga se impondrá entre las ciudadanías catalana, vasca, gallega, etc. Por mi parte y para terminar estas líneas, valga como reflexión una simple pregunta: ¿Alguien cree que a Maragall se le votó para que aumentase la asfixiante presión del dogal nacionalista en el pueblo catalán?
Artículo revisado, insertado el 5 de junio de 2005 en Batiburrillo de Red Liberal
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