Hoy es obligado escribir sobre José María Aznar, el ex presidente del Gobierno, el político de primera fila, ese gran estadista que una nación de mediocres, envidiosos y traidores no se merece. Parece fuerte mi afirmación, pero es lo que pienso y estoy obligado a escribirlo así si pretendo ser fiel a mí mismo, del mismo modo que Aznar, cuyo modelo sigo, se emparejó ayer a su propia fidelidad en el Congreso de los Diputados y desgranó a bocajarro, acertando de lleno a los comisionados del 11-M, esas verdades que sólo la obcecación más partidista y retorcida es incapaz de admitir.
Se ha eludido citar a propósito que los comisionados del 11-M, cuyas siglas aunque parezca extraño no significan los Once Miserables, pertenecen o deberían pertenecer a una hipotética Comisión de investigación. Porque ni sus actitudes o manifestaciones, y mucho menos sus gestos, iban destinados a investigar nada, sino más bien a echar tierra encima de las graves irregularidades que la izquierda practicó en vísperas de las elecciones. Una tierra que en el Congreso debía cumplir igualmente otro propósito: Ser convertida en fango al mezclarse con abundante mala baba y luego arrojado sobre una fosa que contuviese el cadáver de Aznar. Para exterminarlo y asegurarse en primera fila, retransmitido en directo, del afrentoso exterminio.
Desde luego las preguntas formuladas por los comisionados a José María Aznar, precedidas siempre de un rosario de insultos o descalificaciones, solamente perseguían la encerrona, la contradicción o el lapso de memoria del ex presidente. Cuando no directamente el desprecio, como el que la obtusa parlamentaria del Grupo Mixto, una tal Barkos (con K de esto es el kolmo) intentó estamparle en pleno rostro a Aznar, fingiendo que no le conocía al preguntarle si él era el Presidente en tal fecha o si sus subordinados se llamaban así o asao. Un eskándalo de tía, ¡koño!, que akometió kon una konducta exekrable y que se konstituyó no en la portavoz del Grupo Mixto, sino en la portakoz de la aktitud despektiva y zopenka.
Y a pesar de ello no lo consiguieron, los comisionados no pudieron demostrar más que su propia necedad y partidismo. El setenta u ochenta por ciento del tiempo asignado a cada grupo, y había cinco de ellos que iban a una, fue usado en perseverar...; no, perseverar no, que suena a una cierta virtud, fue usado en machacar a quien parecía blindado ante la patraña reiterada. El estadista permaneció once horas inmune, apenas con un par de tés y sus correspondientes pises, ante ese quinteto de jinetes de la mala leche que arremetía sable en mano, un sable envenenado por si solo conseguían rozarle, y al final Aznar acabó rodeándolos a todos ellos y los dejó por lo que son: Unos impresentables que España no merece ni de lejos, y que la Historia, cuando refleje el episodio de ayer, se encargará de citarlos como una caterva de confabulados, cargados de malos propósitos y con mucho por tapar.
Artículo publicado el 30 de noviembre de 2004
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