Desde que uno tiene uso de razón, ha podido comprobar reiteradamente cómo las fuerzas políticas y periodísticas “progresistas” de “este País” han dirigido toda su artillería contra los políticos republicanos de EEUU. Y ello, con la vana esperanza de que sus aspiraciones se vieran reflejadas en el devenir de la política estadounidense y, por ende, mundial. Toda una quimera, realmente.
Todavía recuerdo cómo la ínclita corresponsal felipista Rosa María Calaf y otros colegas anunciaban a bombo y platillo cada cierto tiempo en los años ochenta la “inminente” desaparición física de Ronald Reagan y Juan Pablo II: cánceres de piel o de intestinos, achaques de toda índole, alzheimers… todo valía. Luego, los lacayos de los Calviño, Sopena, Carcedo, etc. no se molestaban en desmentir los infundios. Con éstos, los izquierdistas de salón creían que azuzaban el sandinismo, el castrismo, el antiamericanismo, el antiotanismo o la causa progresista de turno, animando a los “combatientes” del progreso con la futurible desaparición de los rectores del mundo capitalista: Reagan, Thatcher, el Papa o quien fuere. Vana ficción: al final, el muro se les cayó encima.
Viene esto a colación de la información-ficción a la que estaban sometiendo a “este País” las huestes del magnate Polanco hace escasos meses: George W. Bush iba a perder las elecciones por estruendosa goleada. Vana ficción. A día de hoy, los republicanos tienen todas las papeletas para llevarse el gato al agua. ¿La razón? Muy sencillo. Cuando una nación que tiene conciencia de serlo como la norteamericana y se siente agredida por una amenaza terrorista internacional, se apiña en torno a su Presidente en vez de, como Rodríguez Ibarra, echarle los muertos encima. Así de claro. Pero para eso hay que tener un cierto sentido de nación y de Estado, evidentemente.
Autor: Smith
Artículo publicado el 30 de septiembre de 2004
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