sábado, 25 de noviembre de 2017

Sobre la "voluntad de ser"-II


El asunto de la voluntad de ser, que se esgrime como una especie de síndrome de abstinencia que impulsa a la fe reivindicativa, al parecer es algo que a los nacionalistas catalanes y vascos, al contrario de lo que sucede en cualquier cuadro clínico de ansiedad, no sólo no les aminora el raciocinio sino que les otorga juridicidad y amplio criterio, como si mediante la voluntad de ser se doctorasen en justicia natural para exigir el reconocimiento de singularidades (léase prebendas) que indemnicen las afrentas históricas a su tierra cometidas por España. No por un determinado rey o por tal o cual gobernante, sino por España.

Hablar de la voluntad de ser, como sucede al abordar cualquier otro sentimiento, es de lo más complejo y árido, excederá siempre de las pocas líneas de un articulillo como es este. Y digo articulillo porque más de un siglo de fabulaciones, enjuagues y componendas nacionalistas, con varias generaciones adoctrinadas capa sobre capa, no pueden refutarse como es debido, con la suficiente dosis de metadona argumental que alivie la abstinencia, ni aun si uno escribiera todo un tratado del tamaño de la enciclopedia Espasa de 114 volúmenes. Pero a ello vamos, quizá surja alguna idea que encienda otras. 

Probablemente exista una multitud de razones para que una parte del pueblo desee renunciar a sus raíces o no las reconozca como propias. Casi podría asegurarse que el inicio del odio actual que los nacionalismos catalán y vasco sienten hacia la idea de España (igual que el nacionalismo gallego, el novísimo nacionalismo canario y otros nacionalismos de garrafa, muchos de ellos plagiarios) arranca con la desaparición de la monarquía absoluta en nuestra patria, la implantación de los partidos políticos, el inicio de la Revolución Industrial en España y el desastre del 98. Todas ellas fueron circunstancias aprovechadas por gentes sin escrúpulos para acceder a poderes locales, exteriorizar a los cuatro vientos todo su fanatismo aldeano o refugiarse en unas fronteras mentales, de patria chica, acordes a su mezquindad. Los siguientes párrafos tratarán de argumentar en la medida de lo posible tales afirmaciones.

Como consecuencia de la Guerra de Independencia, 1808-14, y ante el vacío que representaba el secuestro de la familia real española por Napoleón, se creó lo que se conoce como la Junta Central, un órgano de gobierno destinado a dirigir la lucha contra la invasión francesa. Dicha Junta, entre cuyos componentes comenzaron a calar las ideas liberales, convocaron Cortes constituyentes en Cádiz y nos ofrecieron una Constitución: La Pepa, así conocida por ser promulgada el 19 de marzo de 1812, festividad de San José.

En los siguientes años España padeció la regencia de uno de los monarcas más incapaces que ha tenido nuestra patria, Fernando VII, que pasó por tres etapas distintas, todas impuestas: Un período de absolutismo, basado en el Manifiesto de los Persas, cuyo documento solicitaba la vuelta al Antiguo Régimen. El Trienio liberal a partir del pronunciamiento de Riego, que obligó al Rey a jurar la Constitución. La intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis, acordada en el Congreso de Verona por la Santa Alianza, que restauró de nuevo el absolutismo. El rey Fernando VII, llamado inicialmente El Deseado, en lugar de pagar con liberalidades cuantos esfuerzos hizo el pueblo para restaurarle en el trono y conservar íntegro el reino, no sólo reforzó los mayorazgos y señoríos sino que premió generosamente a los 69 diputados persas, otorgándoles prebendas y títulos.

La etapa absolutista de Fernando VII duró hasta su fallecimiento en 1833. El pueblo español, en su conjunto, padeció la represión política, el desengaño ante la monarquía y la pesadumbre de perder las grandiosas colonias americanas. Cierto sentimiento de desprecio hacia la Corona española, identificada desde siempre con la propia nación, comenzó a surgir por doquier, sobre todo en los dos territorios más relacionados con Francia: Cataluña y el País Vasco, que por entonces contemplaban de cerca los efectos de la Revolución de 1830 en el país vecino.

Una revolución que costó la abdicación al monarca galo Carlos X y que se extendió por diversos países europeos. También, de algún modo, reanimó en España ese espíritu liberal tan hostigado por Fernando VII. Como consecuencia del movimiento revolucionario francés de 1830, hubo una circunstancia, además, que marcó la pauta de lo que podía llegar a hacerse cuando una región no se sentía favorecida dentro del reino que la acogía: La independencia de Bélgica de los Países Bajos, proclamada por una coalición de liberales y conservadores en octubre de 1830 y ratificada al año siguiente por las grandes potencias, contra la voluntad de Holanda.

Sería interesante recordar, para finalizar esta segunda parte, que el separatismo (algunos lo llaman nacionalismo) es ante todo mimético y tiende a agarrarse a un clavo ardiendo o a cualquier fabulación hiperbolizada para sentirse necesitado de libertad. Bélgica, en su momento, sirvió de ejemplo a muchos territorios europeos que por una causa u otra no se encontraban a gusto en los estertores de las monarquías absolutas. Un ejemplo que caló hondamente en España, a cuyo Imperio perteneció Bélgica hasta bien entrado el siglo XVIII.

Artículo publicado el 31 de julio de 2004

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