Ofrezco hoy uno de esos artículos de fondo, menos extenso que los anteriores, y que a pesar del cambio de Gobierno, o precisamente por ello, considero de plena validez.
La leal equidistancia del PP (Elaborado el 13-9-03)
No hay modo de que mi amigo Jordi, con el que intercambio correos electrónicos a menudo, cese en su apasionada defensa de todo lo diferencial y en la necesidad apremiante de la reforma de los estatutos autonómicos. Juraría que se ha situado de parte de lo que considera nacionalidades oprimidas porque siente simpatía hacia lo que él denomina el rival débil que se enfrenta al todopoderoso Estado. Es algo parecido a quien en un campo de fútbol anima al equipo que está en zona de promoción y juega contra el líder que va sobrado de puntos.
Lo que probablemente no ha considerado mi amigo, animador compasivo de esa supuesta debilidad, es que las reglas del campeonato son y deben ser iguales para todos. Si fuesen distintas (estatutos reformados), como algunos equipos pretenden, los conjuntos menos respaldados (partidos nacionalistas) por la masa social (votantes), esos que además no paran de quejarse de lo mal que les trata el árbitro y de lo despóticos que son en la Federación, sin duda tendrían ventaja al inicio de cada liga y se adulteraría la proporción del once contra once.
Aunque mi amigo no lo reconocerá nunca, ya que asegura que su pensamiento es ajeno a cualquier partido o ideología, sentirse diferente a los demás españoles -y por tanto afín al modelo de catalán creado por Pujol a partir de ideas tan nostálgicas como ficticias- para él es poco menos que una gran misión en la vida que colma su razón de ser. Gran misión en la que una nación desventurada culminará su heroica epopeya cuando los demás, aquellos que sólo nos sentimos españoles y respetamos las reglas de la competición, les reconozcamos lo muy distintos que son (dándoles los tres puntos sin necesidad de que se bajen del autocar) y les alabemos permanentemente, sin pausas y sin desmayos, lo muy acertados que están al proclamarlo a los cuatro vientos.
Porque a los nacionalistas, sean vascos, catalanes o gallegos, no les basta con sentirse diferentes, que al fin y al cabo tal sentimiento debería ser como una religión en la que uno tiene fe o no la tiene, sino que al mismo tiempo necesitan el reconocimiento ajeno, a poder ser bajo palio, para revalidar con nota una asignatura en la que se han empeñado en doctorarse sin que cuente la legalidad vigente, Constitución, o la moralidad de unas ideas que diferencian a un hombre de otro según sea la orilla del Ebro en la que haya nacido.
La palabreja de marras, diferencial, en matemáticas define la diferencia infinitamente pequeña de una variable, que es la que en realidad se da entre las gentes de cualquier región de nuestra querida España. Los nacionalistas -mi amigo aún no lo sabe pero él es uno de ellos-, bien al contrario que en las ciencias exactas utilizan el término de la forma más artificial posible y le atribuyen el valor de lo radicalmente distinto. En el fondo no es más que el artificio gárrulo, por lo chirriante y continuado, que enmascara lo contrario de lo que sucede en el escenario hispánico.
El truco es bastante similar al que utilizan los comunistas y otros izquierdosos cuando se declaran progresistas -otra palabreja-, quienes no cesan de denominarse de tal modo a sabiendas de que en la práctica su ideología incorpora cualquier cosa menos progreso. Y es que hay posturas políticas, por lo común totalitarias y de historial infausto, que sólo pueden ser defendibles mediante la falsedad y el descaro.
El último argumento de mi amigo en defensa de Maragall y su mega-utopía, copia borrosa en papel carbón de ciertos pensamientos pujolianos, es afirmar que Aznar y el Partido Popular no permitían la reforma de los estatutos autonómicos ni de la Constitución porque son nacionalistas españoles. Y además lo dice dándole a la afirmación un tinte apocalíptico que encierra no ya victimismo si no directamente genocidismo -permítase el palabro-, puesto que asegura que el PP pretendía seguir con las naciones periféricas maltratadas.
Ya no sé cómo decirle a mi amigo que escuchar la misma cantinela nacionalista durante tantos años (de hecho, por su edad, sólo ha vivido el pujolismo) le ha confundido las ideas y le impide la más sencilla de las reflexiones: Si el Partido Popular fuese nacionalista español, que no lo es, estaría encantado con la reforma de la Constitución y de los estatutos. Si el Partito Popular fuese nacionalista español, que no lo es, su propuesta de reforma de los estatutos -si aceptamos que son reformables deberían serlo en cualquier sentido- iría encaminada a recortar competencias (sobre todo educación: marmita donde se mezclan los chutes intravenosos de lo diferencial) y a poner a determinados independentistas en su sitio.
Si como asegura mi amigo, además, el Partido Popular fuese franquista, que no lo es, su propuesta de modificar la Constitución española, propuesta que no existe, consistiría en transformarla para dejar las autonomías en simples regiones más o menos descentralizadas y a la europea, a imagen y semejanza de esos departamentos franceses que a Maragall se le antojan. De ser franquista el PP, como opinan aquellos que a mi amigo Jordi le ponen el bromuro en el vino (nacionalismo hasta en la sopa), los años de mayoría absoluta del gobierno Aznar se habrían caracterizado por un marcaje riguroso a Pujol y no por apuntalarle en el Parlament de Cataluña. Eso sí, ahora que ha finalizado la legislatura catalana con Pujol al frente, el Molt Honorable, a quien tanto le gustaba que se le reconocieran sus diferencias, no se molestó lo más mínimo en dar las gracias a quien le permitió gratis (errar es de humanos) gobernar los últimos cuatro años.
Lo que pasa es que mi amigo, que incautamente considera aceptable y conveniente la deriva de los nacionalismos hacia no se sabe qué, puesto que ni la propia independencia les bastaría a quienes profesan el expansionismo, es incapaz de valorar la sobriedad y el realismo que representan el PP, cuyo único objetivo (¡nada más y nada menos!) apunta a la estabilidad de España y la creación de riqueza y bienestar para todos, nacionalistas incluidos.
La actitud ciertamente equidistante, y leal, es la que hoy podríamos atribuirle al PP, un partido que, a diferencia de otros dispuestos a pactar con quien sea (como se ha demostrado), se muestra a mitad de camino entre el mundo de quimeras soberanistas y un nacionalismo español que, de existir, tendría como objetivo la desaparición de la España plural que nuestra Constitución consagra. Esa Constitución que el PP, de manera equidistante y leal (repitámoslo), quiere mantener como modelo de convivencia.
En puridad, cabria hablar de la equidistancia frívola, que encarnan quienes secundan a los aventureros, y de la equidistancia responsable que representa el PP. Las preguntas adecuadas en este caso serían: ¿No es en el término medio donde se halla la virtud? ¿Por qué cambiar una Constitución que ha hecho de España una nación próspera que empieza a ser admirada allende sus fronteras?
Nota adicional: La admiración que se cita ha sido anulada de un plumazo por las pusilánimes disposiciones del gobierno socialista.
Autor: Policronio
Publicado el 29 de abril de 2004
Autor: Policronio
Publicado el 29 de abril de 2004
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