La noticia ha
visto la luz hace ya algunos días, pero no fue hasta ayer, al leerla en La
Gaceta, cuando la conocí y creo que vale la pena hacer mención de la
misma al ser palpable de hasta qué abyectos extremos puede llegar
la degeneración mental humana. Me estoy refiriendo concretamente al estudio
perpetrado por dos sujetos llamados Alberto Giubilini y Francesca Minerva bajo
el título “Aborto postnatal: ¿por qué debería vivir el bebé?”.
El problema
filosófico falazmente planteado encuentra brutal y fácil resolución para
Giubilini y Minerva al haber llegado ambos a la conclusión de que hay vidas que
no merecen la pena ser vividas; vidas que supondrían “una insoportable carga”
–social, psicológica y/o económica– para la familia y la sociedad; vidas sin
derecho a ser vividas ya que el recién nacido no es “moralmente relevante” al
no poder éste “atribuir a su propia existencia algún valor”; vidas suprimibles
porque “el ser humano no es una razón para atribuir a alguien el derecho a la
vida” y el privar a alguien de un derecho que no tiene ni le perjudica ni le
produce “ningún daño”; vidas que no sólo pueden sino que deben ser segadas. Al
final el “serio problema” ni era problema ni era tan serio: todo se reduce, con
espantosa frialdad, a la eliminación física del niño.
Se plantean
también Giubilini y Minerva si la adopción podría ser la alternativa al
asesinato en masa de los recién nacidos. Creen estos panegiristas de la muerte
que no, al considerar que los intereses de la madre, como ya hemos visto,
prevalecen sobre los del bebé y que aquélla sufriría, en caso de adopción, una
“angustia psicológica” la cual, según estos degenerados, no se produciría
mediante el mero trámite de exterminar al bebé: la misma argumentación, ni más
ni menos, que aquello de “la maté porque era mía”. Y tan asqueroso es lo uno
como lo otro.
A esta aberración
nos conducen el relativismo moral y el feminismo radical llevados hasta –casi–
sus últimas consecuencias: a que ciertos individuos, jugando a ser dioses y
quedándose en repulsivas copias de Hitler, se arroguen la facultad de decidir
sobre la vida y la muerte ajena; a que ciertos individuos se adjudiquen la potestad
de otorgar o denegar al prójimo el más sagrado de los derechos. Y el caso es
que estos dos canallas de marca mayor elevados a la máxima potencia no están
solos. De hecho, en España tenemos unos cuantos como ellos: con los mismos
argumentos han llegado en buena parte a las mismas conclusiones. La única
diferencia estriba en cuándo se atreverán a recorrer la breve y repugnante
travesía que media entre patrocinar el asesinato de un niño en el vientre de su
madre y el patrocinio del asesinato de un niño ya nacido.
Publicado el 11 de marzo de 2012
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