Llegó a casa y se tiró en el sofá. De forma mecánica encendió el televisor sabiendo que no le haría puñetero caso y se sirvió una generosa dosis del whisky más barato del mercado. Últimamente aprovechaba cuando estaba solo para beber en un vano intento de olvidarse de todo, plenamente consciente de que no lo conseguiría. Un pensamiento recurrente martilleaba su cerebro sin compasión: había sido un ingenuo que no sabía lo que hacía.
Casi tres largos años llevaba martirizándose por el error cometido. Podía alegar que había obrado de buena fe; podía jurar que creyó que hacía lo correcto; podía asegurar que se había dejado engañar como un chino... aunque maldito si le servía de consuelo. Tres copas después oyó abrirse la puerta de casa. Su madre volvía de trabajar y él se deslizó furtivamente hacia su habitación: no quería que ella sufriese viéndole en ese estado lamentable.
Casi tres años antes él era un joven con dieciocho recién cumplidos. Era un chaval alegre y honesto que creía que un mundo mejor era posible. No sabía gran cosa de política, pero tenía unas convicciones muy firmes. Así, sabía que la izquierda era solidaria, que luchaba por combatir la desigualdad y que buscaba el bien común. No desconocía tampoco que la derecha significaba todo lo contrario: heredera del tirano Franco, su único interés consistía en mantener los privilegios de cuatro mangantes a costa del sufrimiento de los curritos de a pie.
Bajo esas premisas, decidió votar (recién estrenada la mayoría de edad y concluidos sus estudios) por el PSOE, convencido de estar contribuyendo a construir un país más justo. Algunas voces críticas había oído contra Zapatero, pero las desdeñó como procedentes de aquellos que veían peligrar sus injustos privilegios. En ocasiones incluso leía blogs como Batiburrillo, que no hacían más que confirmar sus prejuicios: no era de extrañar el cabreo de peña como el tal Policronio o Carlos J. Morales, que tenían una cara de ricos que tiraban patrás, con Zapatero al ver que el presidente iba a recortar todos sus privilegios.
Grande fue su alegría cuando Zapatero fue reelegido presidente del gobierno, y se auto felicitó por su propia contribución a tal reelección, que sin duda le ayudaría a prosperar y encontrar un buen trabajo para dejar de ser una carga para sus padres.
Casi tres años después, la dura realidad había derrumbado sus convicciones ideológicas y se arrepentía del error cometido. No sólo no había encontrado trabajo: además su padre había perdido el suyo e incluso había agotado el paro. Su madre se deslomaba para intentar sostener la maltrecha economía familiar, perjudicada también por la vuelta a casa de su hermano mayor que, tras su separación y previa denuncia falsa por malos tratos, había tenido que abandonar su piso y apenas se podía mantener a sí mismo tras pasar la pensión a sus hijos, a los que su ex mujer no les permitía ver.
A mayores, intuía que el cabreo de su abuelo con los ataques del gobierno a la Iglesia estaba justificado; aunque él no fuese un chico con creencias religiosas, sabía que había que respetar la libertad de elección ajena. Tampoco veía bien la dejadez del gobierno en lo referente a la unidad de España. Pese a que sus conocimientos de historia no eran excesivos, sabía lo suficiente para respetar a su país, viejo y cansado, que tanto había contribuido a que el mundo en que vivía fuese un poco mejor. El tema del aborto también lo traía de cabeza: tanto recordar a Herodes y a su espada y los tíos permitían que en una semana se interrumpiesen más vidas que criaturas se había cargado aquel rey, al que se sigue mentando dos mil años después. Como lógico corolario a estas reflexiones, algo tenía claro: debajo de tanta solidaridad y tanto rollo progresista se escondían unos auténticos farsantes.
Al menos le quedaba un consuelo: se había equivocado, pero era un chico listo que aprendía de los errores cometidos, y en cuanto a honradez intelectual no se sentía menos que nadie. Habría que capear el temporal y esperar que las cosas fuesen a mejor: cuándo con veintiún años se prefiere beber a solas que invitar a una chica guapa a una Coca-Cola y lo que se tercie morena, ya sólo se puede ir hacia arriba. Y habría nuevas elecciones. Y si el socialista de turno osaba pedirle su voto, su respuesta sería un sonoro y rotundo: ¡Qué te den, capullo!
Autor: Rafael Guerra
Publicado el 22 de febrero de 2011
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