Como parte fundamental del Derecho Internacional Público, el derecho de la guerra, tal como lo conocemos, respondía a la necesidad de los estados, fundamentalmente europeos, de regular los comportamientos de las tropas y mandos, durante los períodos de conflicto bélico.
Ese derecho estaba acordado a la vista de ciertas circunstancias y hechos insoslayables: frentes de guerra conocidos, potencias beligerantes organizadas en estados, con un más que aceptable grado de “caballerosidad” y aprecio por la salvaguarda de la población civil.
Y lo cierto es que, a la vista de esas circunstancias, las potencias se dotaron de un cuerpo jurídico, apto para regular lo pretendido. Lo que no es obstáculo para calificar de ridículos los intentos de ciertos medios de todo orden, de comunicación y jurídicos, de pretender aplicar el viejo derecho de guerra, al nuevo tipo de conflicto que nos ha tocado encarar: la guerra contra el terrorismo islámico.
En esta guerra, su frente, además de ser desconocido es imprevisible. Lo mismo puede encontrarse en un hotel en Bali, que en una estación de metro de cualquier metrópoli occidental, en un rincón perdido del África negra, o en cualquier montaña de Afganistán, en nuestros barrios periféricos, sin olvidarnos del corazón de nuestra civilización.
En lo que respecta a las “potencias” beligerantes, y sin perjuicio de los estados gamberros que les prestan apoyo de todo orden, éstas son organizaciones terroristas con ramificaciones en un gran número de países y que cuentan con el apoyo más o menos explícito, más o menos encubierto, de mezquitas y escuelas islámicas, sin despreciar el apoyo, siquiera ideológico o comprensivo, que les presta una buena parte de la población musulmana, asentada en los países que conforman occidente.
En lo que concierne a la población civil, el terrorismo islámico, tal y como demuestra la utilización de escudos humanos en los rifirrafes continuos frente a Israel, o la utilización indiscriminada de explosivos de gran potencia, colocados en instalaciones civiles, donde es de esperar que sus residentes son de mayoría musulmana, y la utilización como terroristas suicidas de mujeres y niños, deja ver bien a las claras el aprecio que, por la vida de los tradicionalmente no beligerantes, tienen los cabecillas de la subversión islamofascista.
Y es a la vista de esos hechos, que hay que ponerse manos a la obra, para conformar un nuevo derecho de guerra, acorde con los tiempos. Todo lo que no sea ello, constituirá una pérdida de tiempo y energías, por no hablar de la desmoralización de la población, machacada constantemente por la quintacolumna que se esconde detrás de unos medios de comunicación, dizque progresistas, la más de las veces, al servicio de un totalitarismo disfrazado de defensor de los derechos humanos.
Se lo debemos a Israel, último bastión en la última frontera de la Libertad.
Autor: Carlos J. Muñoz
Publicado el 2 de junio de 2010
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