martes, 27 de noviembre de 2018

La sinceridad de un político

Isabel Pérez-Espinosa.

Una de las obligaciones que se le debe exigir inexcusablemente a cualquier político es la sinceridad con los ciudadanos de los que se dicen representante. Indudablemente, los propios políticos, con independencia de su color y tendencia, no suelen entenderlo así.

Son por eso de agradecer las recientes declaraciones de Isabel Pérez-Espinosa, candidata del PP a la presidencia del Principado de Asturias. Aunque probablemente de manera involuntaria, ha hablado con franqueza poco frecuente en un político español. Gracias, doña Isabel.


Saben ustedes que Álvarez-Cascos ha dejado el PP después de 34 años de militancia por “razones de dignidad personal”: entiende el otrora destacado dirigente popular que los ataques e insultos que ha recibido desde las filas del PP asturiano han contado con “el consentimiento expreso, cuando no la complicidad” de la dirección nacional del partido. Ante tal coyuntura, Álvarez-Cascos ha optado por abandonar el PP y, quien sabe, tal vez crearle un grave problema a un crecido Rajoy.

Aquí es donde entra en escena la sinceridad de Pérez-Espinosa, que se ha despachado a gusto. Ha declarado la buena señora que “sin las siglas de un partido yo no soy nada y ningún nombre sin ellas tampoco lo es; en cambio sí lo es un proyecto pero no una cara, ya que por encima de los nombres está el partido”. También recalcó que “el PP está por encima de todo”. Se puede cambiar PP por la particular preferencia de cada uno, pero es de justicia reconocer que ha dicho verdades como puños.

La candidata popular ha reconocido lo que todos los políticos saben y pocos o ninguno se atreven a decir, si bien es harto probable que no fuese consciente de lo que estaba admitiendo: la divinización de los partidos políticos, auténticos dueños y señores de vidas y haciendas, con los que hay que comulgar si el político de turno no quiere ser arrojado a las tinieblas eternas. No hay vida conocida más allá del partido: o tragas o te tragamos. Lo dicta la inapelable ley de la partitocracia. 

Las nefastas consecuencias para los ciudadanos son obvias. Con una clase política totalmente entregada a seguir a rajatabla las imposiciones de la omnipotente dirección del partido so pena de engrosar las filas del paro, cualquier contradicción entre las convicciones personales y los mandatos partidistas se resolverán invariablemente a favor de los últimos. Así, si un diputado por Pontevedra, pongamos por caso, ha de votar a favor de la aprobación de una ley que juzgue lesiva para los habitantes de la provincia, lo hará sin dudarlo si así lo exige la omnisciente dirección  del partido en virtud de la sacrosanta disciplina de voto. El diputado por Pontevedra antes representa a su partido que a sus electores, de los que debiera ser voz en el parlamento: simplemente se ha convertido en el servil ejecutor de la voluntad del amo.

Hay honrosas excepciones de políticos que anteponen la defensa de sus votantes a los dictados del partido, pero lo normal será que su recorrido político, con independencia de su valía personal, dure menos que un tour turístico por el salón de David el Gnomo. 

¿La solución? Voces más autorizadas que la mía habrán de responder a la cuestión, pero la implantación de listas abiertas no sería mala idea. Además de poner fin a muchos pasteleos, se sabría quienes son los candidatos que la ciudadanía prefiere para defender sus intereses; sabiendo que los partidos sólo entienden de votos, los representantes libremente elegidos por los votantes gozarían de mayor autonomía para acertar o equivocarse, y ante esos votantes habrían de responder de su ejecutoria pública, no ante la burocrática rigidez de las todopoderosas direcciones siempre sedientas de obediencia ciega.

Autor: Rafael Guerra
Publicado el 3 de enero de 2011

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