miércoles, 22 de agosto de 2018

Regímenes inmovilistas (I)


Dicen que Franco, sobre una de sus mesas de trabajo, poseía dos grandes montones de papeles, lo cual parece ser cierto a juzgar por las imágenes que uno puede ver aún. Se cuenta, incluso, que alguien tuvo narices suficientes para llegar a preguntarle al entonces todopoderoso Jefe del Estado: “Excelencia, ¿qué significa que haya una pila de expedientes a cada lado de su mesa?”. A lo que el general gallego, con la tranquilidad que le caracterizaba, respondió: “Estos de aquí son los asuntos que el tiempo ha solucionado. Y estos otros —volvió a señalar—, son los que el tiempo solucionará. Me limito a ordenar que los pasen de un montón a otro según transcurren los meses y van informándome de que un tema está resuelto”.

La anécdota probablemente es falsa, pero apropiada para caracterizar a un régimen que en sus últimos años, como consecuencia de haberse adentrado durante varias décadas en la rutina, apenas se sentía estimulado para evolucionar en ciertos aspectos políticos. No así en los económicos, puesto que en los primeros años sesenta se abandonó la autarquía y se abrieron los mercados. Años atrás, Franco también trató de prever alguna salida algo más democrática a su régimen, aunque sin llegar al, para él, odioso parlamentarismo de los tiempos de la II República. Franco incluso llegó a afirmar en alguna ocasión que “Me gustaría vivir unos años de vida civil”, según cuenta José María Pemán.

Pero los recalcitrantes franquistas de finales de los sesenta, inmersos de lleno en el enriquecimiento y pasados muchos de ellos, o sus hijos, a las filas del socialismo o el nacionalismo de hoy —no es preciso citar unos nombres de todos conocidos—, impidieron la verdadera apertura política, siquiera fuese gradual, y así se aprobó en las Cortes, en sesión de 22 de julio de 1969, la Ley de Sucesión. Es decir, la continuidad de un régimen franquista sin Franco, en el que ni siquiera éste creía y que finalmente aceptó como mal menor.

Esa situación de inactividad y predisposición a verlas venir —uno de cuyos más conspicuos ociosos no dejaba de ser el llamado sucesor del Caudillo—, determinó la falta de ánimo entre los que poseían alguna intuición de estadista, caso del ministro Fernando Herrero Tejedor, para proyectar una estrategia adecuada con vistas a los años siguientes, es decir, renunciaron a anticipar el diseño de una reforma más abierta a los valores democráticos que la Europa occidental de los sesenta y setenta demandaba. A ese período se le denominó inmovilismo y consistió en omitir toda referencia a cualquier evolución política. No podía hablarse ni tan siquiera de un futuro para cuando Franco faltase, de ahí que, mientras en el comunismo y el nacionalismo todo fue un afilarse las uñas, en el franquismo se apelara de continuo al “atado y bien atado”. Y ya vemos en qué ha quedado la atadura.

Autor: Policronio
Publicado el 15 de junio de 2008

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