sábado, 18 de agosto de 2018

La mañana del 2 de mayo de 1808


Como un modesto pero sentido homenaje al bicentenario de una de las gestas patrióticas más gloriosas de nuestra larga historia, quiero traer hoy a Batiburrillo, en palabras del más significado escritor de todos los tiempos junto a Miguel de Cervantes, unos párrafos escogidos al azar y creados nada menos que por Benito Pérez Galdós, el insigne autor de los Episodios Nacionales. En el tercero de esos Episodios, compuesto en 1873 y titulado “El 19 de marzo y el 2 de mayo”, se narran pormenorizados los sucesos del alzamiento del pueblo de Madrid contra las tropas francesas.

El trasfondo de cuanto Galdós nos legó para la posteridad en sus Episodios, además de una crítica feroz a la época que rememora, constituye una de las muestras más sublimes de patriotismo, único sentimiento que a lo largo de los siglos, cuando ha prevalecido entre nosotros, ha logrado galvanizar a España y la ha engrandecido. Muy al contrario de lo que sucede ahora, que el patriotismo se considera más bien, por decisión propagandística de quienes ostentan el poder y desean conservarlo a toda costa, una emoción trasnochada que debe serles recriminada a los españoles que la posean. ¡Pobres diablos los que ahora mandan, menosprecian el patriotismo y lo combaten como si de un gesto ajeno a la modernidad se tratase! Mientras, en la periferia de nuestra patria multicentenaria, otro tipo de sentimiento alejado del patriotismo, de raíz excluyente y codiciosa: el nacionalismo disgregador, permanece enaltecido y agazapado en espera impaciente de su “dos de mayo”.

Veamos que nos dijo don Benito:



“Durante nuestra conversación advertí que la multitud aumentaba, apretándose más. Componíanla personas de ambos sexos y de todas las clases de la sociedad, espontáneamente venidas por uno de esos llamamientos morales, íntimos, misteriosos, informulados, que no parten de ninguna voz oficial, y resuenan de improviso en los oídos de un pueblo entero, hablándole el balbuciente lenguaje de la inspiración. La campana de ese arrebato glorioso no suena sino cuando son muchos los corazones dispuestos a palpitar en concordancia con su anhelante ritmo, y raras veces presenta la historia ejemplos como aquel, porque el sentimiento patrio no hace milagros sino cuando es una condensación colosal, una unidad sin discrepancias de ningún género, y por lo tanto una fuerza irresistible y superior a cuantos obstáculos pueden oponerle los recursos materiales, el genio militar y la muchedumbre de enemigos. El más poderoso genio de la guerra es la conciencia nacional, y la disciplina que da más cohesión el patriotismo.

* * *

El primer movimiento hostil del pueblo reunido fue rodear a un oficial francés que a la sazón atravesó por la plaza de la Armería. Bien pronto se unió a aquél otro oficial español que acudía como en auxilio del primero. Contra ambos se dirigió el furor de hombres y mujeres, siendo estas las que con más denuedo les hostilizaban; pero al poco rato una pequeña fuerza francesa puso fin a aquel incidente. Como avanzaba la mañana, no quise ya perder más tiempo, y traté de seguir mi camino; mas no había pasado aún el arco de la Armería, cuando sentí un ruido que me pareció cureñas en acelerado rodar por calles inmediatas.

     -¡Que viene la artillería! -clamaron algunos.

Pero lejos de determinar la presencia de los artilleros una dispersión general, casi toda la multitud corría hacia la calle Nueva. La curiosidad pudo en mí más que el deseo de llegar pronto al fin de mi viaje, y corrí allá también; pero una detonación espantosa heló la sangre en mis venas; y vi caer no lejos de mí algunas personas, heridas por la metralla. Aquel fue uno de los cuadros más terribles que he presenciado en mi vida. La ira estalló en boca del pueblo de un modo tan formidable, que causaba tanto espanto como la artillería enemiga. Ataque tan imprevisto y tan rudo había aterrado a muchos que huían con pavor, y al mismo tiempo acaloraba la ira de otros, que parecían dispuestos a arrojarse sobre los artilleros; mas en aquel choque entre los fugitivos y los sorprendidos, entre los que rugían como fieras y los que se lamentaban heridos o moribundos bajo las pisadas de la multitud, predominó al fin el movimiento de dispersión, y corrieron todos hacia la calle Mayor. No se oían más voces que «armas, armas, armas». Los que no vociferaban en las calles, vociferaban en los balcones, y si un momento antes la mitad de los madrileños eran simplemente curiosos, después de la aparición de la artillería todos fueron actores. Cada cual corría a su casa, a la ajena o a la más cercana en busca de un arma, y no encontrándola, echaba mano de cualquier herramienta. Todo servía con tal que sirviera para matar.

El resultado era asombroso. Yo no sé de dónde salía tanta gente armada. Cualquiera habría creído en la existencia de una conjuración silenciosamente preparada; pero el arsenal de aquella guerra imprevista y sin plan, movida por la inspiración de cada uno, estaba en las cocinas, en los bodegones, en los almacenes al por menor, en las salas y tiendas de armas, en las posadas y en las herrerías.

La calle Mayor y las contiguas ofrecían el aspecto de un hervidero de rabia imposible de describir por medio del lenguaje. El que no lo vio, renuncie a tener idea de semejante levantamiento. Después me dijeron que entre 9 y 11 todas las calles de Madrid presentaban el mismo aspecto; habíase propagado la insurrección como se propaga la llama en el bosque seco azotado por impetuosos vientos”.

Autor-Compilación: Policronio
Publicado el 2 de mayo de 2008

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