domingo, 19 de agosto de 2018

Fraga, tan provecto como caprichoso

Manuel Fraga Iribarne.

¡Qué demonios!, no siempre puede uno escribir con mesura. Por lo tanto voy a permitirme cierta radicalidad y alguna frase lapidaria, como esta: El Partido Popular solamente podrá llegar a ser una formación política medianamente seria y creíble el día que, en lugar de marginar a gente como Zaplana y San Gil, mande a Manuel Fraga a comer sopitas a su casa, que ya va siendo hora.

Mientras no hagan algo así, los populares deberán arrastrar un pesado lastre, por no hablar de todo un baldón, que enlaza al partido con el anterior régimen y da carnaza a los detractores de la derecha. Y en tanto no rescaten, de paso, a estadistas experimentados de la talla de Vidal-Quadras y Mayor Oreja, dándoles los puestos que se merecen, en el PP habrá un goteo permanente de dudas y ambigüedades, porque hoy no es posible conocer el rumbo de la nave popular, en la que parece que se haya producido algún bandazo hace poco. Naturalmente, de todo ello saldrá un único beneficiario: ZP. 


En el caso de Fraga, no comprendo cómo es posible que un hombre de semejantes características, con casi doscientos años de edad y después de no haber hecho nada meritorio desde que fundase Alianza Popular —anteriormente tampoco brilló en ninguna labor, puesto que vivió de las rentas de un aperturismo franquista que no fue tal—, no ha sido despachado ya del partido a los acordes de “déjenos tranquilos de una puñetera vez”; eso sí, con todos los honores que sean precisos.

Cuando dirigía Alianza Popular y Coalición Popular —el PP llegaría de la mano de José María Aznar—, Fraga se hinchó a perder elecciones una tras otra, aun encontrándose con el golpe de suerte de una UCD que naufragó y de la cual atesoró sus restos. Pero ni con esas, Fraga se limitó a darle soporte, más que a oponérsele, a un Felipe González que simplemente no fue más corrupto porque era un vago redomado, de los de bodeguilla y partida de billar. Sin que nuestro hombre del Cuaternario, como Jefe de la Oposición, fuese capaz de sacarles partido a esas circunstancias y atinase a rebasar su techo de cinco millones de votos, toda una muralla electoral infranqueable que finalmente le alejó de la candidatura a la presidencia del Gobierno, eso sí, tras haber escogido en plena moda de las chaquetas de pana al pinturero Hernández Mancha, que menudo ojo clínico hay que tener para la elección.

Luego, en sus 15 o 16 años al frente de la Comunidad gallega —no me importa la imprecisión, no viene de uno—, si bien mejoró ligeramente la economía de la zona, eso sí, sin pasarse demasiado —recordemos al efecto que la ubérrima Galicia sigue ocupando uno de los últimos puestos regionales en PIB de toda España—, con su disparatada política lingüística y educativa, calcada incautamente (¿?) de los catalanes, creó las bases para que el nacionalismo gallego sea hoy toda una exhibición de absoluta radicalidad y desprecio a los votantes que no respaldan esas ideas. Porque el actual ejecutivo de Galicia es evidente que no gobierna para todos los gallegos, al más puro estilo nazi, sino sólo para los afines. Eso está claro y no hay más que reparar en que las sanciones e imposiciones lingüísticas siguen la estela de otros nazis, los del Tripartit catalán.

Don Manuel ha ido siempre por libre en la mayoría de responsabilidades que ha ostentado, con decisiones poco acordes a la ideología y conveniencia de su partido, como podrían ser: desde mantener su vieja amistad con los hermanos Castro, esos tiranos caribeños aún más longevos en lo político que el propio Fraga, hasta apadrinar ciegamente a unos churumbeles que rara vez no le han salido rara, como por ejemplo Jorge Verstringe o Alberto Ruíz-Gallardón, comunistoide el uno, social-centrípeta el otro. Sin hablar de Herrero de Miñón, hoy ideólogo del nacionalismo vasco. Y a caballo de esas actividades estrafalarias, Fraga se ha permitido tomarle manía a gente valiosa que ha acabado destacando y superándole en acierto político, como José María Aznar, a quien no se le quiso poner al teléfono cuando intentó consultarle sobre su sucesor, o Mariano Rajoy, poco menos que despachado de la importante vicepresidencia gallega a la anodina vicesecretario del PP en Madrid. Y ahora, en un rizar el rizo, fija su desprecio en Esperanza Aguirre, de quien dice a menudo que debe callarse porque da problemas. ¿Problemas, señor Fraga?  

Pero lo que resulta más llamativo de toda esta cadena de caprichos en el “Fundador”, y que delata su estilo dual, propenso al favoritismo o a la fobia, es que mientras le pide silencio a Esperanza Aguirre, obviando sus espectaculares resultados electorales y su gran carisma, lo que la convierten en una persona muy valiosa para el partido, le recomienda a Mariano Rajoy que cuente con Gallardón. Es evidente que a Fraga le importan tres leches el actual PP, quizá no lo identifica ya con esa derechona que él aspiró a llevar al Gobierno.

Tome nota, don Manuel, entre Esperanza Aguirre y Gallardón, si hablamos de respaldo contrastado en el PP de Madrid —recuerde el resultado de las elecciones de 2004 para suceder a Pío García-Escudero—, la principal comunidad que gobierna su partido, hay la misma diferencia que entre sus antojos de anciano, talla “XX-gran provecto”, y la firmeza y buen juicio que a menudo aporta la señora Aguirre en defensa de un PP más moderno, de tendencia liberal y sin complejos ni ensoñaciones de otro régimen o sin claudicaciones frente a los zapaterinos y los cismáticos de la periferia. 

Pues sí, este es Fraga Iribarne, un político procedente de esa era mesozoica de las recomendaciones que ciertamente utiliza sus filias y animosidades, siempre a favor de quien le dora la píldora —caso Gallardón—, pero no lo hace como un líder histórico, sino prehistórico, igual que esos abueletes que se encariñan con sus biznietos y son incapaces de verles los defectos por más estropicios que organicen. Y Gallardón ha organizado unos cuantos. Lo dicho, una buena taza de caldo con sopitas lo arreglaría todo.

Autor: Policronio
Publicado el 17 de mayo de 2008

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